Como empieza el calor de la noche guayaquileña, todo hierve. Desde las calles hasta los cuerpos y como en Guayaquil los hijos siguen viviendo con sus padres, los amantes siguen frecuentándose a pesar de que sea viernes, y casi nadie es dueño de una casa o departamento, -a pesar de todos los proyectos habitacionales que están en auge-, no queda más que buscar un sórdido motel, como en ese bolerazo que de vez en cuando alguna de nuestras cantantes se digna a interpretar.
Resulta que no todos los moteles son sórdidos; algunos hasta parecen hoteles y lo más interesante es que si no se tiene un carro y las ganas son irresistibles tienes que entrar caminando y si está lleno, saludarte con los otros usuarios urgidos de una habitación como tú.
Mi historia empieza en Samoa, un bar con una música para el ¨remember¨, como dicen algunas personas. Como nunca, llego tarde, y a pesar de que Paulo (nombre ficticio con el que nombraré al implicado) ya se ha tomado dos cervezas, siento esta incomodidad de que he venido porque quiero hacer lo que no puedo decir que quiero hacer. Él y yo lo sabemos y no hay peligros ni riesgos. ¿Deseo? Quien sabe. Supongo que sí, en una suposición que, como de costumbre, es totalmente unidireccional. Parte de mí y no me interesa la contraparte, sobre todo en estos menesteres. Para qué decir más. Ahora recién tienen sentido tantas explicaciones e historias que he escuchado como una que recuerdo mucho: ¨...Entonces venimos a lo que venimos y eso es todo¨. ¿Todo?. Sí, ...todo. Así mismo es.
La pregunta técnica es: ¨¿Y cómo nos vamos? Hay un cierto pudor de lo íntimo que se viola si vas a un motel, porque mínimo el que abre la puerta te ve, así que después de un tire y jala subimos a un taxi y aquí empieza mi paranoia. Paulo le pregunta al taxista que cuál es el motel más cercano y él contesta que detrás de La Rotonda hay uno, así que allá nos vamos, pero cuando llegamos no hay lugar, está lleno y mi Paulo prefiere bajarse en la puerta y esperar por la habitación en una sala de luces verdes, toda vidrificada en donde literalmente veíamos quién entraba y ellos también nos veían. En el centro de la sala había un billar así que como el que espera desespera, decidimos jugar. Todo es parte del juego, así que no mostré mis pobres, pero existentes aptitudes para los billares.
En media hora de espera más de 20 parejas llegaron y tuvieron que irse o hacer lo mismo que nosotros. Dos hombre, dos mujeres, un hombre mayor y una mujer muy joven, una mujer mayor y un hombre joven, dos casi niños, en fin, toda la gama de seres en busca del placer posible. De repente llegó nuestro turno, y zas, me topé con la manzanita Extasis en el garaje y unas letras horrendas que me recordaban dónde estaba y que iba a lo que iba y no quería decir. Hubo silencios y por supuesto, acciones, caricias, besos, pellizcones, susurros. Epa.. ¡ No se olviden que están leyendo una historia de ficción! No crean todo lo que les digo, pero más o menos la historia iba así como les estoy contando. Todo esto ocurría antes de entrar en la habitación, en el oscuro garaje sin carro que era todo nuestro.
Ayer sufría yo de una extraña timidez, estaba torpe y totalmente insegura de lo que quería, pero en términos generales, al pan pan y al vino vino. Así que además del televisor prendido con las películas porno en donde las contorsionistas de mi género se gastan la voz con sonidos, a veces, irrisorios, y el jabón en forma de manzanita, tan francés que no limpia, todo estuvo, diría yo aceptable. Me falto robar el jabón, y la verdad tuve el impulso, pero decidí ser honrada en el motel.
Tengo esta angustia de la conversación que me persigue. ¿Qué mierda voy a decir una vez que ya todo ha terminado? ¿Y si no tengo temas de conversación? Porque déjenme decirles que esa es mi especialidad. Hasta podría ser espía en serio, pero no, sólo funciona con algunos personajes. El cuerpo, totalmente satisfecho, me decía, cállate, no la cagues, no digas nada, que no tienes nada qué decir, que nada es lo que pasa, que no puede pasar nada.
Y nos vestimos y nos fuimos.